«No sólo no voy a recoger la mesa sino que me voy a quedar mirando a ver cómo lo haces tú, que esa es tu obligación y para eso me has parido», dice un niño de 11 años a su madre. Este y otros testimonios están recogidos en el libro ‘El pequeño dictador crece’ (La Esfera de los Libros), la última publicación de Javier Urra, psicólogo de la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia y de los Juzgados de Menores de Madrid (ahora en excedencia voluntaria) y actual director del proyecto RECURRA GINSO.
En 2006, Urra ya publicó con gran éxito ‘El pequeño dictador’, un libro con el que abrió la veda de una realidad complicada, la de los hijos que agreden a sus padres. La de los hijos tiranos que hacen de su capa un sayo e imponen en el hogar su propia ley. Niños caprichosos, desobedientes y desafiantes con escasa responsabilidad hacia los castigos y con poca o nula capacidad de culpa.
Ahora, nueve años después, sigue escribiendo de este problema creciente en nuestro país. Los datos hablan por sí solos. Desde 2007, más de 17.000 menores, mayores de 14 años, han sido procesados en España por agredir física o psicológicamente a sus progenitores. Sólo en 2014, 7.500 menores fueron juzgados por esta causa y eso que, según los expertos, sólo se denuncia uno de ocho casos. «No es fácil denunciar a un hijo, por ello las estadísticas se alejan mucho de la realidad. Los padres sufren 18 meses de violencia física hasta que deciden dar ese paso pero antes ha habido un proceso lento de violencia verbal, faltas de respeto y amenazas», explica Urra a EL MUNDO.
La vergüenza de la víctimas
¿De veras un niño de seis años puede tener atemorizados a unos padres? La respuesta es clara y contundente: Sí. Y, además, es una realidad que se vive en silencio. «La víctimas, la mayoría madres (80%), tienen miedo a contarlo por vergüenza. ¿Cómo es posible que no sepa controlar a mi hijo? La gente se va a reír de mí, me va a decir que cómo no soy capaz de educar a mi propio hijo».
Estos ‘pequeños dictadores’, como él los llama, reflejan desde pequeños conductas tiránicas. Esto es, buscan causar daño o molestar permanentemente, disfrutan con ello, amenazan o agreden para dar respuesta o su hedonismo o nihilismo creciente y eluden responsabilidades y culpan a los demás de sus actos. En segundo lugar, utilizan a sus padres como si fueran ‘usufructos’ o ‘cajeros automáticos’: les chantajean y les hacen partícipes de sus trapicheos y usan la denuncian infundada para conseguir lo que quieren. Y, por último, apuntan mucho desapego: transmiten a los padres que no les quiere de manera profunda.
Habitualmente, se trata de chicos de 14-15 años (dos tercios son chicos) estudiantes de 2º-3º de la ESO, que consumen alcohol y otras drogas (Según el Plan Nacional de Drogas, en el último decenio se ha multiplicado por cuatro el consumo de cocaína entre menores de 16 años). Eclosiona sobre los 16 años, pero el problema, normalmente, viene ya desde la infancia, donde observamos las conductas y actitudes nombradas anteriormente.
«Conozco a gente de las más altas instancias de Seguridad de este país que están acostumbrados a mandar a miles de hombres, que no se asustan ante nada y no pueden con un hijo de siete años. Y es que, haga lo que haga, no le va a decir nada, por tanto el niño ha aprendido, por ejemplo, que puede llegar a un restaurante y tirar el plato de macarrones al suelo si no le gustan», señala Urra.
El problema existe en todas las clases sociales, no tiene porqué darse en familias con un nivel cultural más bajo o con un nivel socioeconómico más escaso. No es un problema de clases ni de cultura. «Es fundamentalmente, un problema de educación en una sociedad donde la autoridad está devaluada», admite.
El niño como un tesoro
Desde hace cinco años, y para dar una alternativa más terapéutica y no judicial a este problema, Urra dirige recURRA GINSO, un campus donde los chicos ingresan voluntariamente para poner fin a sus problemas de familia. «Al no ser un centro de carácter judicial damos otra alternativa, de hecho sólo el nombre ‘CAMPUS’ indica que no es un centro de menores ni nada por el estilo. No son chicos delincuentes ni tienen problemas sociales, pero sí de familia», señala. «En estos años, hemos aprendido que los chicos lloran, que quieren querer a sus padres, pero hace falta reeducarles de nuevo, darles una salida. Por ello, es fundamental trabajar no sólo con los hijos sino también con los padres», añade.
En la actualidad, los divorcios aumentan, proliferan los hijos únicos, se tienen cada vez más tarde y se adoptan con mayor frecuencia. Un ambiente óptimo para considerar al niño como una especie de tesoro que no debe sufrir. El exceso de preocupación de los padres hacia los hijos es un verdadero problema, pues el 40% de los padres y madres están desbordados y el 8% de éstos son agredidos por sus hijos. La madre enseña que el hijo es lo más importante de la casa y no la pareja, y esto es un error. El hijo es uno más. Ahí, radica fundamentalmente, muchos de los ‘porqués’.
«Una cosa es la conyugalidad y otra la parentalidad», aclara Urra. Muchos padres creen que el problema está sólo en la parentalidad y se olvidan de lo importante que es tener una buena relación de pareja. «¿El niño ve que los padres se quieren, que tienen relaciones y se respetan el uno al otro?», pregunta. Si la parentalidad y la conyugalidad es buena, la cosa es fantástica. Pero si la conyugalidad es mala y la parentalidad es buena, se pueden producir triangulaciones, tales como que el niño tome partido por uno de los dos, o bien que ambos hijo-madre o hijo-padre ‘se pongan en contra del otro’. Hay que tener en cuenta estas dos variables, ambas cosas son importantes. «Muchos padres creen que el problema es sólo de parentalidad y en muchas ocasiones, no es así», concluye Urra.