La violencia filio-parental, un fenómeno en constante crecimiento en España, afecta ya a más de 4.000 familias al año según los datos del sistema de justicia juvenil. Una cifra que refleja un fenómeno cada vez más visible: adolescentes que transforman la convivencia familiar en un espacio de imposición y miedo. No se trata de simples discusiones o rebeldía adolescente, sino de situaciones en las que los hijos, cada vez desde edades más tempranas, adoptan comportamientos de imposición hacia sus padres.
¿Qué ha ocurrido para que el vínculo natural entre padres e hijos, tradicionalmente sustentado en el cuidado y el respeto, se vea sustituido por dinámicas de control y agresión?
No hablamos de la rebeldía juvenil que históricamente ha marcado el tránsito hacia la autonomía. Nos referimos a conductas persistentes donde el hijo o la hija exige, manipula y reacciona con violencia cuando no obtiene lo que desea. La sobreprotección —convertida a menudo en regalos o permisividad ilimitada— genera la falsa idea de que los deseos son derechos. A esto se suman el consumo de sustancias, la dificultad de algunos padres para ejercer la autoridad y la ausencia de límites claros en la crianza. El proceso suele seguir una escalada: del desprecio verbal se pasa a la amenaza y, finalmente, a la agresión física. Estas conductas son aprendidas, moldeadas por un entorno en el que los límites se han desdibujado.
Las consecuencias son devastadoras
Los progenitores experimentan un profundo sentimiento de culpa, como si su papel educativo hubiera fracasado. La vergüenza y el tabú social refuerzan el silencio: ¿cómo admitir que un hijo agrede a quien lo cuida?
Esta espiral afecta de manera especial a las madres, que suelen ser las principales víctimas en el hogar. Además, muchas familias conviven durante años con esta problemática sin pedir ayuda hasta que el problema se cronifica.
La violencia filio-parental no es un destino inevitable, sino una construcción social y familiar que puede prevenirse. Una de las claves está en la educación temprana, por ejemplo, establecer límites claros, fomentar la responsabilidad progresiva y enseñar a los hijos a gestionar la frustración desde la infancia.
La pregunta que debemos hacernos como sociedad es clara: ¿queremos seguir interpretando estas conductas como simples “etapas” o asumiremos que estamos frente a una forma de violencia que necesita ser abordada con rigor y compromiso? Permitir que lo hijos experimenten pequeños fracasos o contratiempos no es un castigo, sino una oportunidad de aprendizaje.
Lee el artículo completo “Padres con hijos tiranos” de Gerardo Castillo Ceballos en el Diario de Navarra